La imagen by Jean de Berg

La imagen by Jean de Berg

autor:Jean de Berg [Berg, Jean de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 1956-01-01T00:00:00+00:00


Sacrificio expiatorio

Clara volvió a ordenar las fotos. Parecía descontenta. Yo no sabía qué hacer para retrotraerla a la breve escena muda que se había desarrollado por encima de la imagen de su cuerpo (sobre lo cual no me cabía la menor duda). El estado en que por un instante la había puesto la idea de que un hombre la contemplara en semejante postura, así de abierta, excitada e indecente, me dejaba entrever nuevas posibilidades, insospechables a juzgar por su comportamiento habitual.

Pero al oírla preguntarme, con una cortés condescendencia, qué pensaba de su talento de verdugo, sentí, una vez más, lo incapaz que era de perseguirla o siquiera de desear vencerla.

A ella le bastaba con Ana para satisfacer su necesidad de humillación. Era la presa que ofrecía como alimento a los otros, en lugar de ella misma.

Le respondí que su talento como verdugo me parecía a la altura de su talento como fotógrafa, y que esto debía tomarlo como un gran cumplido.

—Gracias —me dijo con una sonrisa medio irónica y una breve inclinación de cabeza.

Pero todo aquello carecía de liviandad, de despreocupación. Clara se recuperó en seguida de esa inexplicable debilidad y de nuevo se puso a la defensiva, lista para morder. Tuve la impresión de que ahora buscaba una ocasión de demostrar su fuerza, o su insensibilidad. Me dijo:

—¿Y por mi modelo no me hace ningún cumplido?

Preferí responderle hablando sólo de Ana, asegurándole que en ella tenía a la más deliciosa de las víctimas.

—¿Usted se la encontró el otro día, verdad? —me preguntó.

—Sí, en Montmartrc. ¡Sólo que en ese momento no fue nada deliciosa!

—Ah… ¿Pero por qué?

Reflexioné unos segundos, tratando de saber qué conocía Clara de nuestra entrevista.

—Era evidente que no tenía ningunas ganas de conversar —dije evasivamente.

—¿Acaso le faltó el respeto?

—Nunca pensé que me lo debiera.

Y sonreí, divertido por esta idea.

—Se lo debe, si así lo quiero —dijo Clara.

No sería yo quien lo pusiese en duda. No quedaba más que un problema: adivinar lo que Clara se proponía. Probablemente muchas cosas, con tal de que fueran hechas en su presencia.

En cuanto a mí era sobre todo curiosidad lo que me impulsaba en aquel momento.

Pero cuando Ana entró en el estudio, llamada por su amiga con una voz que me pareció llena de amenazas, o de promesas, otros fueron los sentimientos que embargaron mi ánimo.

Clara y yo nos habíamos vuelto a sentar en los dos pequeños y cómodos sillones, dispuestos hacia el centro de la alfombra. La mesa baja, inútil ya, había sido relegada a un rincón.

De acuerdo a la costumbre, Ana compareció ante nosotros: de pie, con los brazos a lo largo del cuerpo y los párpados bajos. Llevaba una falda plisada y blusa; estaba sin zapatos, pero con medias. Se la había llamado para aclarar el asunto de la librería y para imponerle sin tardanza una corrección, en caso que lo mereciese.

Por supuesto, no se trataba justamente de saber si la muchacha lo merecía o no, sino de encontrar en seguida un pretexto para torturarla a nuestro antojo. Por lo demás, Clara hablaba con una violencia que no presagiaba nada bueno para su víctima.



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